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La Madre que nos pario

Somos feos 2: La venganza

Somos feos 2: La venganza

                El día que una tía abuela me dice, mezcla de cariño y otro poco de candidez nostálgica, que hay que ver, que es una barbaridad acerca del como me parezco a su difunto Roberto. Me señala, con la urgencia nerviosa de quien indica un inminente peligro, una foto en tonos sepia que presenta a un señor de serio bigote, con el cabello peinado al medio en impecable línea vertical y con el pañuelo que se asoma en la solapa, que se adivina rojo, de un elegante traje oscuro. Que les diré, mas allá de que la visita a casa de esta amabilísima tía venga siendo para mi como una expedición a los parajes familiares mas añejos y recónditos: con su simpática mesita riñonera en el centro de la sala de estar;  con el teléfono de disco y el cable recubierto de hilo tejido; la maja bailarina española que, como todos sabemos, siempre ha de ir encima del tapete que cubre al enorme y aparatoso televisor importado; diré, como de yapa, que la visita me ha reportado, muy de pasadas, 2 satisfacciones terrenales plenas de vanidad. La primera: la comparación que se hace de mi persona , quizá en exceso bonachona, con aquel tío –que a según es fama en nuestra simpática tribu que le amó y perdonó por aquellos años, fue un tío muy elegante y masculino- que, dicho sea de paso, fue mucho tío. La segunda satisfacción: me regala un ligero y elegante saco de vestir, más  un bonito sombrero de Panamá; prendas que mi tío abuelo sacaba en verano en sus tantos paseos vespertinos. Nada mas probarme estas prendas y mi tía abuela ya asoma el lagrimón, el trémulo gesto de ternura y las palabras entrecortadas por la emoción. Con todo esto uno, a su turno, se emociona también y acepta las prendas con el orgullo y la gratitud de a quien le han ofrendado una alta y distinguida condecoración.

                Nada más salir de su casita enclavada en Calacoto (zona residencial abundosa en arboles, siempre calurosa en medio de la primavera, y que tiene la virtud especifica de conjurar, siquiera en parte, la nostalgia sufrida por mi tía abuela hacia su natal Cochabamba), me apresto, presa del encanto del  emocionado momento y al entusiasmo de mis recién adquiridas prendas, a probarme aquel saco y aquel sombrero en medio de la calle. Me digo, cosa también del entusiasmo del momento, que si realmente me parezco a mi tío Roberto; pues a pintarlas mandan, por que no lucirme con las prendas de un tío tan elegante –para mi coleto he de decir que todo combinaba a punto. Así que, a paso casi marcial, me encamino a pasear mis nuevos ropajes por la avenida principal de la zona; esto con el único afán de rizar el rizo. Nada más cruzo hacia la principal avenida, muy distraído, rumboso y en mis aires, y en esto que recibo un bocinazo presto que me espanta el alma y me deja hecho un colín. La jovencísima conductora,  suelta de cuerpo y muy en sus trece, moviendo la cabeza en tono desaprobatorio me lanza una mirada de “espabila ya, aturdido”; todavía atolondrado por el mal rato me dispongo a recoger mi sombrero. En ese momento recibo una sugerencia hecha con malísima leche “allí esta tu bastón, apúrate ya”, y me señala un palo cercano, seguida por unas risitas burlonas, pues la niña andaba en tropa. Todavía entusiasta me dispongo a refrescar la calurosa tarde con un helado; al poco rato, siempre en un expendio, se aproxima una morocha de infarto, y yo, todavía encaramado en mi papel de caballero respetable, me quito el sombrero y le hago una venia coquetona; a lo que ella, bendita, responde con una frontal sonrisa. En eso un empujón me quita de su visual, es un muchacho en chanclas, con camiseta de tirantes colgantes, de esas que exhiben el afelpado sobacón, todo sudoroso y despreocupado se abre paso a mi costa y sin maldita la necesidad (3 tristes pavos ante un mostrador). Mas allá del rudo roce, molesto para mi, de su brazo sudoroso; lo que mas me repatea el hígado es su disimulo por dar a entender que el andaba ahí antes que uno o la peluda y sudorosa espalda que se me ofrece como quien no quiere la cosa –que ya yo sabré de que va la cosa. Nada más salir veo como mi vestimenta es tenida como objeto de señalamientos por la cándida juventud que por allí pasaba. Ya finalizando mi paseo, me encuentro con un amigo que me reclama sorprendido: “¿Y esas pintas?, ¿A dónde es que hay que ir a rezar?”, el tío iba informal: gorra de beisbol, polera sin hombros, short o “chándal” y par de zapatillas. Que tontería, me digo, como si yo, por su indumentaria, asumiera que a él lo encuentro de vuelta de un partido de beisbol. Al calor del momento, le mando a freír espárragos –cosa nada cortés, debo admitir- y me largo, jurándome ya no lucir o actuar decente si visito  ciertos parajes.

                Y ya que andamos en plan camorra, pues a ello: Que la vestimenta formal o llevada con asomo de elegancia o dignidad ya no se acostumbra ni por San Putas en algunos lares, que el trato humano es de lo mas practico e informal posible (y por practico me refiero al mas lodoso tuteo: sin importar el grado de familiaridad -o su total ausencia-, la edad cronológica o si acabamos de echarle un plato de sopa hirviente encima al consabido cristiano) y que, a pesar de la diversidad de modos y modas en el vestir, si uno se apunta a diversificarse del resto de las tribus vistiendo diferente, pues verdes las ha segado. Que lo que aquí se acostumbra es andar confortablemente desarreglados y modernos, tutearnos como si paseáramos todos la marrana en el mismo chiquero y a reírnos del pobre diablo que no comparte el aborregante criterio dictado en torno a que color o tamaño de manta jerezana debe echarse uno al lomo. Permítanme que me ría, pues yo también he leído revistas,  he navegado en la red y también sé, TV cable de por medio, lo que en esta época se estila. Que no me vengan a mí conque soy un elitista de chaqueta, un puritano retrogrado, un enemigo de nuestra aborregada y libertina juventud o que (merced a las numerosas aristas de una estrellada ignorancia, mas un pleno desconocimiento de la palabra y su origen) me tilden de fascista. Que uno se cansa de mirar sudorosas lorzas de tocino aprisionadas en camisetas ajustadas como si tal cosa, pelambres irredentas que asoman a través de comodísimas prendas destinadas a ventilar axilas, sonrosadas o blancoides carnosidades tatuadas que asoman embutidas (so pretexto de sensualidad o sugestión sexy) en pantalones apretos con talle en la cadera, ubres regordetas que se balancean amenazantes en tops que dicen Follow Me, gruesas y peludas pantorrillas, brazos fofos y colgantes… –es un suponer mío que no se nace tan feo, es un suponer mío que ello se debe a la inactividad extrema, la comida chatarra y la triste conjetura de que con colgarse una “muy chic” prenda de veraneo la han bordado y que hasta se parecen  a la simpática gente de los anuncios de las marcas de ropa con su realidad importada y tal. Y lo simpático de todo es que este supuesto desenfado, esta tan cantada modernidad y estas elegancias veraniegas importadas del primer mundo; pues, o las tienen mal estudiadas o la copia les ha trocado en caricatura chunga y bajuna. Vamos, que andamos con tanta naturalidad y desparpajo que tan solo nos falta aliviarnos el escozor de axilas, escarbarnos una caríe o quitarnos las pelotillas de los pies en plena vía publica, so pretexto de pochola espontaneidad. Lo peor es que esta moda ya ha cundido en sus mayores, los  que ya presumen de modernos imitando en sus ropajes a tal o cual espantajo de moda mediática que se les acomode u ordenándoles a los críos que les llamen en la segunda persona del singular –es el síndrome Peter Pan. Y uno no sabe si desternillarse de la risa ante la postal que tiene enfrente o decir “Señora, buenas”, o dudar si el putón de playa que anda caminando es una niña de 9 años o un alarmante caso de explotación infantil, o que si el cincuentón con los zapatos deportivos en punta, coqueta remera de marca, encasquetado en unos apretadísimos tejanos pitillo y que camina tieso como Frankenstein sufre hemorroides, mal de próstata, colitis o que trae. Y con el circo veraniego que se ha armado, pues que quieren que les diga; pues que prefiero querer parecerme a mi tío abuelo Roberto: con sus elegantes sacos veraniegos; sus sobrios zapatos con calcetines; con sus quitadas de sombrero galantes; su elegancia desprovista de amaneramientos, jamás pendiente del coqueto aleteo de la moda del momento, pero presa, eso si, del concepto elegancia que heredó de sus mayores; su trato afable y considerado; su mirada valiente, sabia y serena ante la muerte. Me da pena su ausencia, me da pena que el mundo que él y sus contemporáneos construyeron y respetaron se ha ido mucho al carajo. Certeza tengo también que en algún lugar de la tan mentada Zona Sur acechan malévolamente, no todos claro, algunos de los seres más feos y groseros que he visto en mi vida.               

Quiero y no puedo

Quiero y no puedo

“¡Gol de mi Bolivia, mi Bolivia!”, todavía me lo estoy oyendo. Y ya afuera, en las calles, un muy oportuno gentío se congregaba para armarla en grande; una mini-peña folclórica –con la inacabable “Viva mi patria Bolivia” y coctelitos multicolores como motivos perennes-, un picadito de fútbol o una piñata-kermesse conmemorativa con Djs animadores, platos criollos, cumbia sabrosona, charros mexicanos, músicos de trova y payasos incluidos. Que vamos, que, pienso yo, somos el pueblo mas ocurrente y piñatero del orbe. Que puede que no se nos note y hasta lo disimulemos con nudos y corbatas, pero ni bien hay despiste asomamos el plumero presto. Y en esto: los ánimos de fiesta, celebrar como si el mundo se acabara mañana o esto de “lo comido y lo bailado…“, que es muy nuestro, la armamos como la armamos –y puede que en esto no haya quien nos gane. Y no es que a uno le moleste; es mas, que al calor del cotilleo, el baile, la música, y los abrazos, pues que les diré, nuestro cansino mundo y de repente merece ser vivido. Esto viene a cuento porque nunca faltan los que, al calor de la medalla de oro olímpica en fútbol sub-15 en Singapur, una vez mas se apuntan con la famosa cueca y el amague de pendoneo carnavalero –que puede que valga lo que valga para nosotros, tan simpáticos y amantes del novelón de las 7: un Potosí, pero que nos ha costado también un Litoral.

Y no es que uno ande por ahí ahogando las irreprimibles fiestas que nos trae, aunque pocas, el fútbol. Porque el espíritu de comparsa uno lo carga quiera o no y le pese a quien le pese, porque la culpa de ser boliviano uno no la siente ni se le acomoda; es mas, uno se regocija en no parecerse a esos marcianos de las Europas –tan secos y formales, eso si que es exótico entre toda la fauna humana. Pero es que también algo hay que decir, que el espíritu critico(n) uno no lo deja en el baulero solo porque hay puchero de gallina gratis. Pero es que digo que no es lo mismo ganar el Miss Universo que el Miss Colita en Sábado Gigante; o no es lo mismo que la maestra te haya puesto una estrellita dorada en ortografía que ganarte el Cervantes y tal. Luego vaya uno a saber si aquellos muchachitos no han sentido, muy al calor de la victoria, que la eternidad es un momento que se saborea despacito o que hasta hayan sentido aquel cosquilleo en el alma cuando les han tocado, muy a sus costas, el himno en Singapur. Y es que tampoco viene a cuento encharcar sueños juveniles y/o ajenos. Que en cuestiones de competición y/o  victorias nadie te entrega la cabra con las patas atadas. Ya se verá si nosotros, los que nos decimos que somos sus mayores, nos portamos a la altura y les facilitamos el duro trayecto, les echamos un cable a tiempo y les ampliamos el horizonte de oportunidades. Porque ya cansan tantos discurseadores oportunistas o entusiastas del jaleo y el palmeo recurrente, que aparecen solo cuando hay rondas gratis para todos. Por que anda tirado de fácil cuadrarse ante el himno bien pertrechado y en retaguardia, o viene siendo hasta simpático que a uno lo reconozcan en todas partes porque se apunta hasta en bautizos de peluches. Esto viene mucho a cuento porque, si mal no recuerdo, hace no mucho también un combinado sub-17 se apuntó con una victoria tanto o más significativa, y a estos jovencitos –vergüenza debería darnos- no los volvimos a juntar ni siquiera por el onomástico de San Serenin de la Sierra. Que ya el cacareo constante del trabajo planificado en divisiones inferiores ya huele a insufrible monserga; sobre todo cuando lo aplicamos solamente para justificar una humillante derrota y muy sueltos de cuerpo nos metemos a dictar sermones. Y es que lo fácil es asumirse boliviano al calor del gol, el trinaranjus y el entusiasmo patriotero. Lo cansado es hacerse al sueco cuando nos golean para luego mirar sañudamente para el otro lado, porque es cansado hacerlo todo el tiempo. No te jode.

En función de victorias hay los que dicen que para nosotros es un “quiero y no puedo”. Y ha de serlo si todos nos apuntamos para el pendoneo fiestero antes que para la “parte aburrida” del fabricar victorias, porque esas no necesariamente tienen que venir con el famoso “hoy no me bañè, hoy toca” o de la mano de unos pocos que porfiaron mas de la cuenta y que les “tocó en suerte”. Porque mas allá del esfuerzo, el despliegue de talento o el sacrificio que hayan puesto en la faena, a uno siempre se le antoja pensar en la bendita suerte con tanta mala bestia mentándonos que nacimos para perder y que no somos quien para cambiar el destino patrio. Eso si, suerte han de tener cuando todos en plan chacota los recibamos con himnos, cuecas, laureles y kantutas en el aeropuerto. Suerte también les ha de faltar cuando los dejemos tirados al lado del carretón luego de que se nos haya pasado la resaca. 

                     

 

Una de vaqueros

Una de vaqueros

2:30 PM en un bus casi vacío. A estas alturas se puede hasta oír el preocupante sonido, entre agudo y chirriante, de los frenos que anteceden al siguiente pasajero. Un anciano se sienta a mi lado y no dejo de mirarlo con algo de extrañeza. Y es hasta raro, digo yo, como los pasajeros en solitario elijamos casi siempre el par libre de asientos antes que ir confortablemente acompañados, pero bueno… ciudad.

En eso sube al bus un par nada extraordinario: una madre de edad madura y su prepuber hijo. Bueno, lo extraordinario es encontrar a seres de tan diferenciado pelaje en un traqueteante y modesto bus del servicio publico; el par en cuestión es de clase acomodada. El crío tiene una pistola y entra disparando a los asientos vacíos –tal vez hacia algún bandido con antifaz y oscuras intenciones que acecha entre las sombras-, la madre paga los pasajes intimando al crío a guardar la compostura. Vienen y se sientan justo delante mío. La señora, muy a lo suyo, desenfunda un ejemplar de un libro recién comprado que trata sobre ángeles.

Nuevo frenazo, entra un personaje nada extraordinario para este escenario urbano. Sube lenta y penosamente al bus. El crío, al verle, le lanza una ráfaga de balazos, a los que ella responde con una candida sonrisa y un guiño. La madre, con toda la seriedad del caso, le ordena: “hijo, no molestes a la señora de pollera”, tras lo cual nuevamente le vuelven a interesar los ángeles. El crío, en pleno acto de desobediencia civil, le lanza el ultimo tiro; el de gracia, a las espaldas de la imponente mujer. El anciano del lado mío me mira triunfal, me sonríe y casi le falta hablarme, y hasta me figuro que como si le hablara a su esposa ausente: “hay tienes Honorata, una señora con todas las de la ley; educada, correcta y responsable… para nada racista”.

Perdónenme pero en este país somos así: los que tienen buen obrar, los que no y los que mareamos la perdiz. De estos últimos somos tantos qué que les diré, ya molesta. Y claro, mareamos la perdiz cuando decimos: trabajadora del hogar por domestica –lo que no quita que hasta tengan que asear al perro y limpiar sus desechos por nosotros-, trabajadora sexual por prostituta, niños diferentes o especiales por niños subnormales y un largo etc. No se si el uso de tan variopinto eufemismo tenga por finalidad esterilizar el mundo haciendo con ello un mundo mas habitable –en todo caso, digo yo, son oficios necesarios y de los cuales se sirve la sociedad o, como en el caso de los niños subnormales, una dolorosa circunstancia de la vida-. Somos nosotros los que recargamos algunas palabras con estereotipos al uso. Y hay que ver el cuidado que ponemos con no mencionar la palabra chola, como si en ella estuviesen las claves de todo mal y de toda malintencionada acechanza. Me digo yo: “hay que fregarse, si así andamos pues listos vamos”.

Tampoco faltan los que hacen uso despreciable del diminutivo; dándoles lo mismo si se refieren a una venerable anciana, a una “criatura” de mas de 100 kilos o a una historiadora. Desterrar una palabra tan nuestra, tan mestiza, tan simpática, tan intima es, digo yo, mandar parte de nosotros mismos al olvido. Una palabra que sirve para definirnos como los seres que fuimos, que somos y que seremos. A esta palabra Bolivia también le debe los momentos más heroicos de su, a momentos, sórdida historia: ahí las tenemos agazapadas recibiendo los insultos, los golpes o los balazos; todo sea por salir en defensa de los suyos, de un derecho compartido, de una idea. En su momento patearon la mesa de esta abyecta sociedad y dijeron, a cara de perro, “es todo, si aquí no nos salvamos todos, pues aquí no se salva nadie”.

Eso en cuanto a la palabra, pues, como todos sabemos, cholas las hay personas nobles, sin complejos y decentes y también perfectas hijas de puta. Lo que me apena es mirar como hay generaciones, como la de nuestro joven llanero solitario, condenadas a mirar el mundo tal y como lo miran sus asépticos y eufemistas padres. Si hay suerte nunca se toparán con las miserias diarias de nuestra sociedad; pero si no hay, pues eso, que ha de ser un golpe muy duro constatar que el mundo no es tal y como sus mayores les narraron, que les contaron una de vaqueros. 

Somos feos

Somos feos

           Mire usted que somos feos, pero con ganas; no, no me refiero a aquella fealdad que inspira gestos de indiferencia y aun miedo, ya sea en las fiestas infantiles o en las discotecas –de esa fealdad ya hablaremos luego-, hablo de ser feo en términos morales. Me explico: uno conscientemente sabe que una cosa anda mal y puede que hasta se manifieste en contra, pero a la primera de cambio uno mismo, ya sea por conveniencia o simple capricho, voltea la tortilla y a otra cosa mariposa. Y mire que hasta da miedo ver cuantos de nosotros nos hemos convertido en una especie de Dr. Jeckyll y Mr. Hide en menos de lo que canta un Gallo. Muy a propósito, uno se acordara, ya hablando de política, que un conocido político nacional propuso, muy al calor de la campaña, la coyuntura y tal, colocar una muralla en la frontera con un vecino país para evitar que los chorizos foráneos hicieran turismo de aventura en nuestra inocente y desprevenida Llajta –no se si lo irónico del asunto haya sido que el político de marras en cuestión haya auspiciado pocos años atrás una integración plena con el mentado país, o si será mas bien trágico que en ese entonces algunos medios de comunicación y algunas bienintencionadas personas atizaran un odio generalizado con el gentilicio de aquel hermano país o que, finalmente, se haya sugerido imitar una cuestionable salida, sembrar un muro físico para cosechar un abismo despreciable entre 2 grupos de seres humanos, con todo lo que nos ha enseñado ya la Historia. Esas cuestiones se me vienen a la cabeza exactamente para precisar, pues eso, que somos feos, pero feos del nabo y con mentalidad garbancera; que es lo mismo que decir que es una cosa de nunca terminar.

            Y no solo hablamos de esos políticos que les da lo mismo la derecha que la izquierda –macho, que no importa ni la ideología ni el método sino el funesto medio para subirse al tren- o de esos que no les importe “cruzar ríos de sangre” con tal de hacerlo en yate. Hablo también de nosotros: simpáticos habitantes de nuestro florido paisanaje y bienintencionados mal pensantes. Digo esto porque hace no mucho oí a un dirigente del transporte la interesante ocurrencia de que de ahora en adelante los conductores, para preservar su seguridad ante la ola de asaltos que asola la ciudad, irán armados y que esta vez ya no responden por sus acciones; y lo hace tan suelto de cuerpo y con la serenidad de quien no ha pateado el tarro. Y uno, en el afán de entender tan insólito anuncio, ha de preguntarse si el tipo habla en serio o anda en patota, si se ha fumado algo o si es harto excéntrico y se le ha infiltrado la clorofila al cuesco, o si es un estudiado ardid para disuadir a los amigos del cocido ajeno. Uno, de principio, opta por no creerle para consolar la conciencia, -que ya me lo estoy viendo venir: pasarnos de los tradicionales bocinazos o mentadas de madre a batirse a duelo por un quítame esas pajas cotidiano (esta vez ya sin 12 pasos, ni protocolo de honor)-; no, pero si es que, como todos sabemos, la violencia se combate con violencia, sobre todo en las ciudades y entre valientes ciudadanos, eso lo sabe cualquiera que haya visto una película de Charles Bronson.

            Que se sepa el racionalismo, el dialogo inteligente, la critica constructiva o la sana política de implantar soluciones a mediano o largo plazo no van con nosotros; mas nos seduce lo inmediato, lo feral y lo contundente. Aquella Bolivia siniestra, que algunos cantamañanas se empeñan en llamar profunda, que sufrieron y sufren nuestros padres, anda todavía muy viva y coleando, que la era digital o las pantallas planas no nos lleven a errores. Usted me perdonará, pero creo sinceramente que somos feos, y es que esta nuestra irrefrenable porfía por andar buscando culpables antes que soluciones, que debemos solucionar los problemas guiados por nuestros sentimientos mas básicos, nuestras creencias mas abyectas y nuestros estados de animo, o peor, de andar nombrando capitán general al matón de turno, de jalear por el primer mangante que nos venda la moto verde, no solo afean el panorama presente, sino también el que hemos de dejarles a nuestros crios.